La tensión irreductible: entre el poder y el ser social

 


¿La política nos divide o puede unirnos?

Un estudio reciente de la UBA sobre creencias sociales mostró algo esperanzador: cada vez más mujeres se interesan por la política. En solo dos años, creció un 17 % el número de argentinas que aceptan compartir ideas políticas distintas en sus vínculos. La mayoría no quiere polarización. Respeta otras posturas, convive con ellas en la familia, en el trabajo, en las amistades.

Porque lo político no es sinónimo de pelea, sino de decisiones que nos atraviesan.
Y porque cuando hablamos con el otro, lo hacemos desde nuestra historia, nuestra “vertiente”.
Beber de una vertiente es beber agua fresca: nos da seguridad, sentido, pertenencia. Eso no se borra fácilmente. Forma parte de lo que somos.

A veces nos alejamos de esas raíces buscando crecer o escapar, pero algo siempre nos devuelve a ellas. Y ahí vuelve la pregunta:

¿Cómo recreamos el espacio social común, sin que nos incendien el alma los que siembran odio?

Lo social hay que construirlo cada día.
Porque si no lo hacemos, dejamos que otros definan nuestro destino.
Y esos otros a veces son los que creen que lo cristalino es mejor que mezclar las aguas. Que la pureza (ideológica, de clase, de intereses) vale más que la mezcla. Pero en esa mezcla, en ese “gris”, está lo colectivo. Y el gris no es indecisión: es totalidad.

Lamentablemente, muchos llegan hablando de unidad… y terminan encerrados en su tribu, en su partido, en su ego.
Y así, el país vuelve a dividirse. Y gana el egoísmo. Prima el “lo que soy” y no el “lo que podemos ser”.

Sí, es una tensión irreductible.
Entre el poder y el mandato. Entre representar y aprovecharse.
Y aunque no podemos cambiar lo que ya fue construido —bien o mal—, sí podemos participar de lo que viene. Ver con claridad, actuar con compromiso.

Eso nos da hambre de más: de aprender, de ser felices, de estar con otros. Porque sin otros, estamos incompletos.

Y si no creemos en esto, ¿en qué creemos?
Si no reconocemos nuestras propias “minas” (históricas, culturales, ideológicas), terminamos caminando en falso.
El camino no es recto. Hay que esquivar trampas, desactivar viejos discursos.
Y entender que el capitalismo actual —ese que nos quiere aislados, competitivos, desconfiados— es el que nos hace creer que somos el centro.
Pero nadie cosecha solo lo que sembramos entre todos.

¿Y los que hablan de valores en los grandes medios?
Muchos lo hacen mientras lucran con el odio, la violencia, la destrucción del distinto.
Después, cuando todo estalla, se retiran. Y empiezan de nuevo.

Esta reflexión nace de la vida real.
Del cariño que compartimos con parejas, hijas, hijos, amistades.
Personas que rechazan a ciertos dirigentes no por lo que dicen, sino por lo que hacen. Porque prometen una cosa… y ejecutan lo contrario.
Y eso duele más cuando había esperanza.

Cuando evitamos nombres propios y hablamos de valores, muchas veces coincidimos.
El problema aparece cuando esa coincidencia se rompe, por la corrupción, el egoísmo o la decepción.

Como dijo Álvaro García Linera, ex vicepresidente de Bolivia:

“Cuando un gobierno dice que es del pueblo, debe cuidar con más fuerza la honradez y el uso del poder. Porque cuando traiciona, no solo defrauda… traiciona la esperanza.”


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