Cuando decimos “soberanía”, a muchos se les viene a la cabeza algo viejo: batallas, guerras, cosas del pasado. Como si fuera un museo con polvo. Pero en realidad, la soberanía es algo que te toca todos los días: en tu laburo, en el precio del dólar, en la tecnología que usás, en lo que consumís en redes y hasta en si te querés quedar en el país o irte.

Déjame contártelo con una imagen conocida. En 1845, en la Vuelta de Obligado, un grupo de argentinos decidió hacer algo que parecía absurdo: cruzar el Paraná con cadenas para frenar a casi 90 barcos mercantes y más de 20 buques de guerra de las potencias más grandes del mundo. Era obvio que esa batalla se iba a perder. Pero lo que quedó para la historia no fue la derrota militar, sino la decisión de pelear por el propio destino. La idea de decir: “Esto es nuestro, y acá decidimos nosotros”.

Esa es la esencia de la soberanía. No ganar o perder, sino atreverte a defender tu futuro.

Y acá viene lo importante: la soberanía no quedó en ese río, ni en el siglo XIX. Hoy sigue, solo que las cadenas son otras y los frentes donde se pelea también cambiaron.

Hoy un país ya no se defiende solo con un ejército o un cañón. Ahora la soberanía se juega en varios lugares a la vez. Por ejemplo, en lo militar no alcanza con tener aviones o tanques; si tus sistemas de armas dependen de software extranjero, o si te pueden apagar un satélite desde afuera, ¿quién tiene el control real? Eso ya no es territorio físico, es control tecnológico.

En lo económico pasa algo parecido. Si tu moneda depende del dólar, si el precio del pan sube porque alguien en Wall Street tocó un botón, si un organismo internacional te dice cómo ajustar tu presupuesto, ahí hay una parte de la soberanía que se pierde. Es como ser inquilino de tu propia casa: vivís ahí, pero no podés decidir demasiado.

Y después está el mundo de la tecnología. Hoy la verdadera colonización no llega en barcos, llega en forma de patentes, de microchips que no fabricamos, de algoritmos que deciden qué vemos y qué no. Si la infraestructura digital del país está en manos de otros, también lo está una parte de nuestra cabeza. Porque lo que consumimos, lo que sentimos, lo que creemos, muchas veces alguien ya lo decidió antes de que vos lo leas.

Eso conecta con otro frente de batalla: la información. Si los algoritmos externos te muestran sólo lo que conviene a otros, si la opinión pública se moldea desde otro país, entonces la democracia misma queda condicionada. No hace falta un golpe de Estado si pueden entrar por tu teléfono.

Y detrás de todo eso, hay un hilo conductor que muchos subestiman: la cultura. Porque la cultura es la defensa final. Si vos no valorás lo que es tuyo, si solo admirás lo que viene de afuera, si te enseñan a despreciar tu historia, entonces ya no hace falta invadir nada: el territorio ya está entregado desde adentro.

Por último está un frente menos mencionado pero igual de importante: lo demográfico. Cuando la agenda social —cómo vivimos, cómo nos organizamos, qué tipo de futuro queremos— se diseña desde organismos internacionales, no desde la comunidad local, también se pierde soberanía. Y si además los jóvenes se van del país porque no encuentran oportunidades, ahí la nación pierde su energía vital. Una nación sin jóvenes es una nación sin mañana.

Fijate cómo todo esto se conecta. Soberanía no es un grito en una plaza ni una fecha escolar. Es tener las llaves de las cosas que importan: tu moneda, tu tecnología, tu defensa, tu cultura, tu energía, tu información. Y si esas llaves están en manos ajenas, ser “independiente” en el papel sirve de poco.

La pregunta que muchos jóvenes hacen es lógica: “En un mundo tan conectado, ¿se puede ser realmente independiente?”.
Sí. Pero la independencia hoy no significa “estar solo en el mundo”. Significa poder elegir. Que el país pueda asociarse con otros sin ser arrastrado. Que pueda negociar sin arrodillarse. Que pueda tener voz propia, y no repetir la voz de otro.

La soberanía, en definitiva, es eso: la posibilidad de construir un futuro propio.
No se mendiga. No se declama. Se construye, todos los días, con decisiones, con políticas, con autoestima, con memoria y con proyectos que digan:
“Esto lo decidimos nosotros.”

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