Los empleados públicos y "los planeros" no son culpables, es el modelo


 La frase de 1880 —“ni aun los hombres de fortuna están exentos del contagio… más de uno que disfruta de rentas pingües y es dueño de dos docenas de casas aspira a empleos que no necesita y se apresura a buscarlos para sus hijos”— no describe solamente un pasado remoto: captura la matriz cultural, económica y política que, con nuevas formas, todavía gobierna a Catamarca y al Norte argentino.

A fines del siglo XIX, cuando Catamarca recién iniciaba su autonomía, la provincia exportaba el equivalente a tres presupuestos anuales, sostenida por una economía productiva —minera, agroganadera, comercial— que generaba empleo genuino para la mayor parte de la población. El empleo público era marginal y, sin embargo, el 33% del presupuesto se destinaba a educación. Existía un modelo que, con todas sus limitaciones históricas, era autosustentable y socialmente más equilibrado.

Ese modelo fue abandonado.

Y sobre sus ruinas se construyó el actual: una economía dependiente del gasto público, una estructura social empobrecida y un dispositivo político basado en la administración de la escasez.

Hoy, a amplios sectores del pueblo se los obliga a elegir entre ser empleados públicos o sobrevivir mediante planes sociales, porque la estructura productiva no ofrece alternativas reales. La pobreza deja de ser un problema a resolver y pasa a convertirse en una herramienta de control social. Se reproduce un sistema donde el Estado funciona como repartidor de beneficios selectivos, no como impulsor de desarrollo.

La demonización del empleo público —tan funcional al discurso neoliberal y a ciertos intereses locales— encubre la verdad: el empleo estatal crece porque la economía privada no genera trabajo, porque no hay industrialización del litio ni de los boratos, porque se frenó el desarrollo agroindustrial, porque las oportunidades las captura una minoría con capital político y relacional.

Mientras tanto, la clase dirigente y sectores del empresariado local negocian beneficios cruzados, exenciones, contratos, obras, prebendas, asegurándose ganancias independientemente del rendimiento económico real. Y la culpa, como siempre, se descarga sobre los más débiles: empleados públicos, docentes, trabajadores precarizados, beneficiarios de programas sociales.

El problema no es la gente.
El problema es el modelo.

Un modelo que perpetúa la desigualdad y que inhibe cualquier intento de autonomía económica. Un modelo donde el gasto público es botín, no inversión; donde el trabajo pierde valor; donde la riqueza natural —minería, energía, agro— es extraída hacia afuera sin transformar la vida de las comunidades que la producen.

Catamarca fue capaz, en su historia, de tener un Estado pequeño pero fuerte, con educación como prioridad y una economía que permitía movilidad social.
Hoy, aun con recursos infinitamente mayores, la provincia se encuentra atrapada en un círculo de dependencia, precariedad y concentración.

La responsabilidad no es de los empleados públicos ni de los “planeros”.
La responsabilidad es de quienes se benefician del estancamiento.

Recuperar un modelo productivo —diversificado, inclusivo, moderno— no solo es un desafío económico: es un acto de soberanía y justicia histórica. Porque una provincia que expulsa talento, que condena a la juventud a la espera o al exilio interno, que usa la pobreza como base de gobernabilidad, no puede hablar de futuro.

Catamarca tiene los recursos, la historia y la capacidad humana para cambiar este destino.
Lo que falta es el coraje político de desmontar privilegios que llevan más de un siglo intactos.

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