Ordenes truchas, la punta del iceberg
En estos días volvió a escena un caso que habla más de Catamarca que cualquier discurso de campaña: la causa de las órdenes médicas truchas en la OSEP. Un expediente que comenzó hace más de una década, que involucró a doce médicos imputados por presentar órdenes repetidas para cobrarlas varias veces en el mismo mes, y que hoy llega a un cierre parcial con dos señales claras: probation millonaria para algunos y prescripción para otros.
El dato técnico es sencillo: cuatro de los médicos no llegarán jamás al juicio oral porque la causa prescribió. Y cuando una causa prescribe, no es porque “no hubo delito”, ni porque “la justicia determinó su inocencia”. Es, lisa y llanamente, porque el Estado no hizo a tiempo lo que debía hacer.
En castellano:
se dejaron vencer los plazos.
Y cuando se deja vencer un plazo en una causa de fraude al Estado, eso tiene nombre propio: falla institucional grave.
En el derecho penal argentino, la prescripción es una especie de reloj de arena. Cada vez que el Ministerio Público Fiscal no impulsa la acción, el reloj corre. Cada vez que un juez no controla, el reloj corre. Cada vez que el Estado, como víctima, no se planta como querellante activo, el reloj corre. Y cuando ese reloj se vacía, la causa muere. No importa la prueba. No importa el daño económico. No importa la responsabilidad ética y profesional de los acusados.
Se termina todo porque el tiempo se acabó.
Esa muerte procesal beneficia siempre a los mismos: a quienes pueden esperar. A quienes tienen tiempo, abogados, vínculos y estrategias para dilatar. A quienes no padecen el sistema penal, sino que lo utilizan a su favor.
Mientras tanto, los que viven en los márgenes del Estado —los jóvenes pobres, los trabajadores sin red, los que no tienen capital relacional— no tienen esa ventaja. A ellos no se les “duermen” las causas. A ellos no se les vencen los plazos. A ellos no se les prescriben los expedientes. Ellos llegan al juicio, llegan a la condena y llegan a la cárcel.
Ésa es la grieta real de nuestro sistema penal:
no entre culpables e inocentes, sino entre quienes pueden esperar y quienes no.
La prescripción de los cuatro médicos no fue un accidente ni una tormenta inesperada en un mar jurídico. Fue, como tantas veces, el resultado de un Estado que mira hacia otro lado, de un Ministerio Público Fiscal que no impulsa, de un Poder Judicial que no controla y de organismos damnificados que no actúan como querellantes fuertes.
La pregunta es: ¿quién se hace cargo de esta falla?
En cualquier sistema judicial serio, una prescripción injustificada es una mancha: se investiga, se sanciona, se corrige. Aquí, en cambio, suele transformarse en un susurro institucional, en un “ya está”, en un “no se pudo”, en un “qué le vamos a hacer”. Y así se naturaliza lo que nunca debió naturalizarse: la impunidad por inercia.
Pero hay algo aún más profundo que merece una reflexión.
Cuando la sociedad observa estas decisiones —probation millonaria para algunos, prescripción para otros— queda instalado un mensaje peligroso:
“Si tenés recursos y vínculos, la justicia es negociable. Si no los tenés, la justicia es implacable.”
Esa desigualdad no se corrige con reformas cosméticas. Necesitamos un sistema que exija responsabilidades, que controle plazos, que sancione demoras injustificadas, que obligue a actuar, que no permita que las causas sensibles —especialmente las que involucran fraude al Estado— se diluyan en el tiempo como si fueran un trámite menor.
Porque no estamos hablando solo de órdenes truchas.
Estamos hablando de algo mucho más grande: la confianza pública en que la justicia es un bien común y no un servicio premium para sectores privilegiados.
La prescripción no debería ser un refugio para nadie.
Y menos aún para quienes, desde una posición de profesionalidad y conocimiento, traicionan la confianza depositada en ellos.
Si queremos una democracia viva, si queremos instituciones creíbles, si queremos que la gente vuelva a creer que la ley es igual para todos, tenemos que empezar por mirar estos hechos sin excusas.
Porque cuando la justicia se detiene, la impunidad avanza.
Y cada vez que esto ocurre, perdemos algo más que una causa penal: perdemos un pedazo de ciudadanía.
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